La ideología social del
automóvil
por André Gorz, Le Sauvage,
septiembre-octubre 1973
El gran problema de los coches es que con ellos sucede
lo mismo que con los castillos o con los chalets en la playa: son bienes de
lujo inventados para el placer exclusivo de la minoría de los muy ricos
y a los que nada, en su concepción o su naturaleza, destinaba el uso del
pueblo. A diferencia de la aspiradora, de la televisión o de la
bicicleta, que siguen conservando la integridad de su valor de uso cuando ya
todo el mundo dispone de ellos, el coche, al igual que el chalet en la playa,
no tiene interés ni ventaja alguna más que en la medida en que la
masa no dispone de ellos. Y ello se debe a que tanto por su concepción
como por su destino original el coche es un bien de lujo. Y el lujo, por
definición, es imposible de democratizar: si todo el mundo accede a un
lujo, nadie saca provecho de su disfrute; por el contrario: todo el mundo
arrolla, frustra y desposee a los demás y es arrollado, frustrado y
desposeido por ellos.
El razonamiento lo admitiría cualquiera
tratándose de un chalet en la playa: todavía no se ha presentado
ningún demagogo preteniendo que la democratización de las
vacaciones pasa por aplicar el principio de un chalet con playa privada para
cada familia. Cualquiera comprende que si cada una de los 13 o 14 millones de
familias existentes en Francia tuvieran que disponer aunque sólo fuera
de 10 metros de costa, serían precisos 140.000 kilómetros de
playas para que todo el mundo quedara satisfecho. Atribuir a cada cual su
porción equivaldría a parcelar las playas en trozos tan
diminutos-o a amontonar tanto los chalets-que su valor de uso sería nulo
hasta llegar a desaparecer sus posibles ventajas frente a un complejo hotelero.
En suma, queda claro que la democratización del acceso a las playas no
admite más que una solución: la solución colectivista. Y
esta solución pasa forzosamente por la lucha contra el lujo que
constituyen las playas privadas, privilegios que una perqueña
minoría se arroga a expensas de todos.
¿Por qué no se admite respecto a los
transportes el mismo razonamiento que se aplica a los playas? ¿Es que
acaso un coche no ocupa un espacio tan escaso como el que pueda ocupar
un chalet en la playa? ¿Es que no expolia a los demás usuarios de
las calles (peatones, ciclistas, usuarios del autobús o del
tranvía)? ¿Es que acaso no pierde todo su valor de uso cuando
todo el mundo utiliza el suyo? Y sin embargo abundan los demagogos que afirman
que cada familia tiene derecho a un coche, por lo menos, y que es al “Estado” a
quien toca actuar de modo que cada cual pueda estacionar a su antojo en la
ciudad o irse de vacaciones a la vez que los demás, a más
de 100 km por hora.
Lo monstruoso de esta demagogia salta a los ojos, pero
sin embargo la izquierda recurre a ella con frecuencia. ¿Por qué
se sigue tratando al coche como una vaca sagrada? ¿Por qué a
diferencia de otros bienes privativos no es reconocido como un lujo
antisocial? La respuesta hay que buscarla en los dos aspectos siguientes del
automovilismo:
1. El automovilismo de masas materializa un
triunfo absoluto de la ideología burguesa en el terreno de la
práctica cotidiana: fundamenta y cultiva en cada individuo la creencia
ilusoria de que cada cual puede prevalecer y destacar a expensas de los
demás. El egoísmo agresivo y cruel del conductor que, a cada
minuto, asesina simbólicamente “a los demás”, a los que
sólo percibe en tanto que molestias y obstáculos materiales para
su propia velocidad; este egoísmo agresivo y competitivo respresenta el
triunfo, gracias al automovilismo cotidiano, de un comportamiento
universalemente burgués (“nunca se podrá construir el
socialismo con esta gente”, me decía un amigo de Alemania oriental,
consternado ante el espectáculo de la circulación parisiense).
2. El automóvil ofrece el ejemplo
contradictorio de un objeto de lujo que ha resultado desvalorizado por su
propria difusión. Pero esta devaluación práctica no ha
acarreado su devaluación ideológica: el mito del placer y de la
ventaja del coche persiste aún cuando, si se generalizaran los
transportes públicos, quedaría demostrada su aplastante
superioridad. La persistencia de este mito se explica con facilidad: la
generalización del automovilismo individual ha suplantado a los
transportes colectivos, modificado el urbanismo y el hábitat y
transferido al coche ciertas funciones que su propia difusión ha hecho
necesarias. Será precisa una revolución ideológica
(cultural) para romper este círculo vicioso. Revolución que es
inútil esperar de la clase dominante actual (de derechas o de
“izquierdas”).
Veamos más de cerca estos dos puntos.
En la época en que fue inventado, el coche
tenía la finalidad de procurar a unos cuantos burgueses muy ricos un
privilegio totalmente inédito: el de circular mucho más aprisa
que los demás. Nadie hubiera podido ni soñarlo hasta entonces: la
velocidad de la diligencias era poco más o menos la misma
independientemente de que se fuera rico o pobre; la calesa del señor no
circulaba mucho más aprisa que la carreta del campesino y los trenes
llevaban a todos los pasajeros a la misma velocidad (sólo empezaron a
adoptar velocidades diferenciadas tras la aparición del coche y del
avión como competidores directos). No existía por aquel entonces
una velocidad de desplazamiento para una élite y otra para el pueblo. El
automóvil iba a poner fin a esta situación: hacía
extensivas, por primera vez, las diferencias de clase al mundo del transporte.
Este medio de transporte apareció en un principio
como algo inaccesible para las masas en tanto que era diferente de los medios
de locomoción ordinarios: no existía nada en común entre
el automóvil y los restantes medios de transporte: la carreta, el tren,
la bicicleta o el ómnibus de caballo.
Seres de excepción se paseaban a bordo de un
vehículo de autotracción, de más de una tonelada de peso y
cuyos órganos mecánicos, de una extrema complicación, eran
tanto mas misteriosos cuanto que permanecían ocultos a las miradas.
Porque se daba este aspecto que tuvo gran importancia en el desarrollo del mito
del automóvil: por primera vez unos hombres cabalgaban vehículos
individuales cuyos mecanismos de funcionamiento eran para el gran
público totalmente desconocidos y cuyo mantenimiento y
alimentación debían ser confiados a especialistas. Paradojas del
coche automóvil: en apariencia confería a sus propietarios una
independencia ilimitada, que les permitía desplazarse a horas y
siguiendo itinerarios elegidos a su antojo a una velocidad igual o superior a
la del tren. Pero, a la hora de la verdad, esta autonomía aparente tiene
como reverso una dependencia radical: a diferencia del jinete, del carretero o
del ciclista, el automovilista pasaba a depender para su alimentación
energética así como para la reparación de la más
mínima avería, de los comerciantes y especialistas de la
carburación, de la lubricación, de la instalación
eléctrica y del recambio de piezas. A diferencia de todos los anteriores
propietarios de medios de locomoción, el automovilista iba a establecer
una relación de usuario y de consumidor-y no de poseedor y de
dueño-con el vehículo del que era propietario. Dicho de otra forma,
este vehículo iba a obligarle a consumir y a utilizar una multitud de
servicios mercantiles y de productos industriales que sólo ciertos
establecimientos especializados podían suministrarle. La aparente
autonomía del propietario de un automóvil encubría su
radical dependencia.
Los magnates del petróleo fueron los primeros en
percatarse del provecho que podía sacarse de una difusión del
automóvil a gran escala: si el pueblo deseaba que se le permitiera
circular en un coche con motor, se le podría vender la energía
necesaria a su propulsión. Por primera vez en la historia los hombres
pasarían a depender para su locomoción de una fuente de
energía mercantilizada. Los clientes de la industria petrolífera
serían tantos como los automovilistas y como habría tantos
automovilistas como familias toda la población pasaría a
convertirse en cliente de los magnates del petróleo. Iba a hacerse
realidad el sueño de todo capitalista: todos los hombres iban a depender
para sus necesidades cotidianas de una mercancía monopolizada por una
sola industria.
No faltaba más que incitar al pueblo a que
circulara en coche. Es probable que éste no se hiciera del rogar:
bastaba, mediante la fabricación en serie y el montaje en cadena, con
bajar lo suficiente el precio de los coches; la gente se precipitaba a comprarlos.
Efectivamente se precipitaron sin darse cuenta de que se les estaba timando.
¿Qué les prometía la industria del automóvil? Pura
y simplemente esto: “Vosotros también tendréis el privilegio a
partir de ahora de circular como los señores y los burgueses, más
deprisa que los demás. En la sociedad del automóvil, el
privilegio de la élite está a vuestro alcance”.
La gente se precipitó sobre los coches hasta el
momento en que habiendo accedido a ellos hasta los propios obreros, los
automovilistas comprendieron que les habían tomado el pelo.
Se les había prometido un privilegio de
burgués; se habían endeudado con tal de acceder a él y he
aquí que se percataban de que todo el mundo accedía al privilegio
al mismo tiempo que ellos. Pero… ¿en qué queda convertido un
privilegio cuando todo el mundo accede a él?
En un timo monumental. O peor todavía, en el
sálvase quien pueda. Es la parálisis general por el colapso
general. Porque cuando todo el mundo quiere circular a la velocidad
privilegiada de los burgueses, el resultado es que acaba por no circular nadie,
que la velocidad de circulación urbana cae-en Boston como en
París, en Roma o en Londres-por debajo de la del ómnibus a
tracción y que la velocidad media en carreteras durante los fines de
semana es inferior a la velocidad de un ciclista.
Y no hay nada que hacer: se ha intentado todo, y no se
consigue, a fin de cuentas, más que agravar el mal. Por mucho que se
multipliquen las vías radiales o las circunvalaciones, las transversales
aéreas, las autopistas de seis carriles o de peaje el resultado es
siempre el mismo: cuantas más vías se crean más coches
afluyen a ellas y más paralizante se torna la congestión de la
circulación urbana. Mientras sigan existiendo las ciudades el problema
no tendrá solución: por rápida que sea la vía de
entrada, por alta que sea la velocidad a la que marchen los vehículos al
penetrar en la ciudad, no puede ser superior a la velocidad a la que discurren
en el interior de la red urbana. Mientras la velocidad media en París
siga siendo de 10 a 20 km/h según las horas, no será posible
abandonar a más de 10 o 20 km/h las circunvalaciones y autopistas que
afluyen a la ciudad. E incluso es posible que la velocidad media sea inferior
desde el momento en que los accesos se encuentren saturados, con lo que los
embotellamientos se prolongarán varias decenas de kilómetros tan
pronto como se produzca una saturación en las carreteras de acceso.
Otro tanto ocurre en el interior de la ciudad. Es
imposible circular a más de 20 km/h en promedio en la maraña de
calles, avenidas y plazas que en la actualidad caracterizan a las ciudades.
Toda inyección de vehículos más rápidos perturba la
circulación urbana provocando continuos embotellamientos y finalmente,
la parálisis.
Si el coche tiene que prevalecer a toda costa no existe
más que una solución: suprimir las ciudades, es decir,
esparcirlas a lo largo de grandes extensiones de cientos de kilometros, de
avenidas monumentales, de arrabales autopísticos. En suma, lo que se ha
hecho en Estados Unidos. Iván Illich resume así los resultados de
esta magna obra: “El americano típico consagra más de mil
quinientas horas al año (es decir treinta horas al a semana, o cuatro
horas al día, domingos inclusive) a su coche; este cálculo
incluye las horas que pasa al volante, en marcha o parado; las horas de trabajo
necesarias para pagar la gasolina, las ruedos, los peajes, el seguro, las
multas y los impuestos. Este americano precisa mil quinientas horas para
recorrer (al año) 10.000 km. 6 kilómetros por hora. En los
países desprovistos de una industria del transporte, la gente se
desplaza a la misma velocidad yendo a pie, con la ventaja suplementaria de que
pueden trasladarse a donde les da la gana sin terer por qué seguir las
carreteras asfaltadas”.
Es cierto, precisa Illich, que en los países no
industralizados los transportes no absorben más que del 3 al 8 % del
tiempo social (lo que seguramente corresponde a un promedio de 2 a 6 horas por
semana). Conclusión sugerida por Illich: el hombre a pie recorre
tantos kms en una hora consagrada al transporte como el hombre motorizado, pero
consagra a sus desplazamientos de cinco a diez veces menos tiempo.
Moraleja: cuanto más menudean en una sociedad los
vehículos rápidos, -a partir de un cierto
límite-más tiempo emplea la gente en desplazarse. Es
matemático. ¿La razón? Acabamos de verla: las
aglomeraciones humanas han acabado esparciéndose en innumerables
arrabales autopísticos porque era la única forma de evitar la
congestión de los centros de habitación. Pero esta
solución tiene un reverso evidente: finalmente resulta que la gente no
puede circular a gusto porque están lejos de todo. Para hacer sitio al
coche han multiplicado las distancias: se vive lejos del lugar de trabajo,
lejos de la escuela, lejos del supermercado-lo que exigirá un segundo
coche para que “el ama de casa” pueda hacer las compras y llevar a los
niños a la escuela-. ¿Salidas? Ni hablar del asunto
¿Amigos? Los vecinos… y gracias. A fin de cuentas el coche acaba
haciendo perder más tiempo del que economiza y creando más
distancias de las que permite salvar. Naturalmente existe la posibilidad de ir
al trabajo a 100 por hora; pero es porque se vive a 50 kms de distancia y se
está dispuesto a perder media hora en cubrir los 10 últimos kms.
Balance: “La gente acaba por trabajar una buena parte de la jornada laboral
para pagar los desplazamientos necesarios para acudir al trabajo” (Ivan
Illich).
Puede que usted replique: “Al menos de este modo, se
escapa al infierno de la ciudad una vez concluida la jornada laboral”. Ahí
está la cuestión, justamente. “La ciudad” es sentida como un
infierno y sólo se piensa en escapar de ella yéndose a vivir al
campo, en tanto que para generaciones enteras la ciudad, objeto de entusiasmos,
era el único lugar en el que valía la pena vivir. ¿Por
qué se ha producido este cambio de actitud? Por una sola razón:
porque el coche ha acabado por hacer inhabitable la gran ciudad. La ha hecho
pestilente, ruidosa, asfixiante, plvorienta, hasta el extremo de que la gente
ya no tiene ningún interés en salir por la noche. De modo que
puesto que los coches han asesinado a la ciudad, se hacen necesarios coches
más rápidos para huir de ella a través de las autopistas
hacia zonas cada vez más lejanas. Impecable circularidad: dénnos
ustedes más coches par huir de los estagos ocasionados por los coches.
De objeto de lujo y de fuente de privilegios, el coche ha pasado a convertirse
en objeto de una necesidad vital: es imprescindible para evadirse del infierno
ciudadano que él mismo ha originado. Para la industria capitalista la
jugada está clara: lo superfluo se ha convertido en necesario. Ni
siquiera es preciso persuadir a la gente de que necesita un coche: su necesidad
está inscrita en las cosas. Es cierto que pueden aparecer ciertas dudas
cuando se asiste a la evasión motorizada que se produce en determinados
momentos: entre las 8 y las 9,30 de la mañana y las 5,30 y las 7 de la
tarde y durante los fines de semana, los medios de
evasión/locomotión se extienden en verdaderas procesiones,
parachoques contra parachoques, a la velocidad, en el mejor de los casos, de un
ciclista y en medio de immensos y densos nubarrones de gasolina y plomo.
¿Qué se ha hecho de las ventajas del coche? ¿Qué
queda de ellas cuando, como era inevitable, la velocidad tope en las carreteras
queda limitada por la que está en condiciones de desarrollar el
vehículo más lento?
Tras haber asesinado a la ciudad es el propio coche el
que asesina al coche. Tras haber prometido a todo el mundo que
circularía más deprisa, la industria del automóvil nos
conduce al resultado rigurosamente previsible de que todo el mundo va tan
despacio como el más lento de todos, a una velocidad determinada por las
leyes simples de la dinámica de fluidos. O lo que es peor: inventado
para permitir que su propietario fuera a donde quisiera a la velocidad y a la
hora que prefiera, el coche ha acabado por convertirse en el más
esclavo, aleatorio, imprevisible e incómodo de los vehículos: si
usted elige una hora de salida extravagante, nunca sabe cuándo le
permitirán llegar los tapones. Se encuentra ligado a la autopista de
modo tan inexorable como el tren a sus railes. Al igual que el viajero
ferroviario, no puede pararse de improviso y no tiene más remedio que
avanzar a una velocidad determinada por los demás. En suma, el coche
reúne todas las desventajas del tren - aparte de las que le son propias:
vibraciones, agujetas, riesgos de colisión, necesidad de conducir el
vehículo uno mismo-y ninguna de sus ventajas.
Pero, a pesar de todo, se me responderá, la gente
no usa el tren. ¡Y cómo quiere que lo usen! ¿Acaso ha
intentado usted ir de Boston a Nueva York en tren? ¿O de Garches a
Fontainebleau? ¿O de Comombres a Isle-Adam? ¿Lo ha intentado en
sábado o domingo en pleno verano? Pues hágalo y tendrá
ocasión de constatar que el capitalismo automovilístico lo tiene
todo previsto: en el preciso momento en que el coche iba a asesinar al coche,
ha conseguido la desaparición de toda solución de recambio: una
forma óptima de subrayar el carácter obligatorio del coche. El
Estado capitalista ha permitido primero que se degradaran y después que
se suprimieran los enlaces ferroviarios entre las ciudades, entre sus arrabales
y sus zonas verdes. Sólo ha cuidado con celo los lazos interurbanos de
gran velocidad que disputan a los transportes aéreos su clientela
burguesa. El aerotren, que hubiera podido poner las costas y los parajes
agrestes al alcance de los domingueros, servirá para ganar quince
minutos entre dos ciudades lejanas y para descargar en las terminales a unos
cuantos centenares de viajeros que los transportes urbanos no estarán en
condiciones de acoger, ¡Y a eso le llaman progreso!
La verdad es que nadie tiene opción: no se es
libre de tener coche o no porque el universo suburbano está pensado en
función del coche y otro tanto ocurre con el urbano. Es por ello que la
solución revolucionaria ideal que consistiría en suprimir el
coche en provecho de la bicicleta, del tranvía, del autobús y del
taxi sin chófer ya no es aplicable en las ciudades autopísticas
como Los Angeles, Detroit, Houston, Trappes e incluso Bruselas, modeladas por y
para el automovíl. Ciudades desperigadas, diseminadas a lo largo de
calles completamente vacías en las que se alinean edificios
idénticos y en las que el paisaje (el desierto) urbano significa: “Estas
calles están pensadas para circular tan deprisa como sea posible desde
el centro de trabajo al domicilio y viceversa. Son calles para pasar, no para
estar. Una vez terminado el trabajo uno sólo puede quedarse en casa y
toda persona que circule de noche por la calle será considerada como un
delincuente”. En ciertas ciudades americanas el hecho de callejar a pie de
noche ya se considera una presunción de delito.
¿No se puede hacer ya nada para poner remedio a
esta situación? Sí, pero la alternativa al coche debe ser global.
Porque para que la gente pueda renunciar al coche, no basta con ofrecer
unos transportes colectivos más cómodos: es preciso que pueda
prescindir por completo del uso constante de los transportes, lo que
sólo es posible si se siente como en su casa en su barrio, en su
distrito, en su ciudad a escala humana, de modo que llegue a gustarle ir a pie
desde su trabajo hasta su domicilio-a pie o si lo desea en bicicleta-.
Ningún medio de transporte, por rápido que sea, podrá
nunca llegar a compensar de la molestia de vivir en una ciudad inhabitable, de
no sentirse cómodo en ningún sitio, de pasar por la calle
sólo para ir a trabajar o bien para aislarse y dormir.
“Los usuarios, escribe Illich, romperán las
cadenas del transporte todopoderoso el día que empiecen a amar su islote
de circulación y empiecen a temer alejarse demasiado a menudo”. Pero
para poder amar su “territorio”, su “islote de circulación” será
necesario que se haga habitable y por tanto no circulable; que el barrio
o el distrito vuelva a ser el microcosmos modelano por y para las actividades
humanas en el que la gente trabaje, viva, se conozca, se instruya, se
comunique, y gestione en común el medio social de su vida en
común. Tal como respondió Marcuse cuando se le preguntó en
una ocasión cuándo sería abolido el despilfarro
capitalista: “Vamos a tratar de destruir las grandes ciudades y a construir
otras distintas. Esto ya nos llevará unos cuantos meses.”
Puede imaginarse que estas nuevas ciudades serán
federaciones de barrios, rodeados de parajes verdes en los que los ciudadanos-y
particularmente los escolares-dedicarán varias horas semanales a
cultivar los productos frescos necesarios a su subsistencia. Para sus
desplazamientos cotidianos, dispondrán de una gama completa de medios de
transporte adaptados a las características de una ciudad de
tamaño medio: bicicletas municipales, tranvías o trolebuses,
taxis eléctricos sin chófer. Para sus desplazamientos de
más importancia, por ejemplo para ir al campo, al igual que para el
transporte de los huéspedes, se dispondrá de un contingente de
automóviles colectivos repartidos por los garajes de los diferentes
barrios. El coche habrá dejado de ser necesario. Y es que todo habrá
cambiado: el mundo, la vida, la gente. Esto no llegará a ocurrir por
sí solo. ¿Qué puede hacerse entre tanto para llegar a esa
situación? Antes que nada no plantear nunca aisladamente el problema del
transporte, ligarlo siempre al problema de la ciudad, de la división
social del trabajo y de la compartimentación que ésta ha
introducido en las diversas dimensiones de la existencia: un lugar para
trabajar, otro lugar para alojarse, un tercero para aprovisionarse, un cuarto
para instruirse, un quinto para divertirse. El despedazamiento del espacio
prolonga la desintegración del hombre iniciada por la división
del trabajo en la fábrica. Corta en rodajas al individuo, corta su
tiempo, su vida, en parcelas completamente diferenciadas a fin de que en cada
una de ellas sea un consumidor pasivo indefenso ante los comerciantes, a fin de
que nunca se le ocurra que el trabajo, la cultura, la comunicación, el
placer, la satisfacción de las necesidades y la vida personal pueden y
deben ser una sola y misma cosa: la unidad de una vida, sostenida por el tejido
social de la comunidad.