Ivan Illich
Primera edición en Editorial Joaquín
Mortiz, 1985
(Grupo Editorial Planeta, Tabasco 106, México,
D.F. 06700)
Mientras
más rico el país, más de buen tono es mostrarse preocupado
por la llamada “crisis de energía”. El tema saltó a la primera
plana en Le Monde y el en New York Times, justo después
inmediatamente después de que Kissinger anunciara la suspensión
de bombardeos en Vietnam. Es el nuevo problema-chispa para los grandes
programas de televisión, está en la agenda del jet-set
científico internactional, es el meollo en la reorganización de
las relaciones comerciales entre rusos y americanos. Ya en 1970, este mismo
tema llegó a tener preeminencia en las revistas de las élites
científicas; en parte porque cómodamente amalgama varias ramas
“distinguidas” de la investigación reciente, ampliamente popularizadas
durante la década de los sesenta: el estudio psicosociológico de
los conflictos, de la ecología y de la contaminación ambiental,
el de las mutaciones previsibles en la tecnología futurista. Ahora, en
1973, vemos los primeros signos de que la importación de la “crisis
energética” empieza a tener éxito en en América Latina. Se
multiplica la reproducción de traducciones sobre el tema. En la prensa
periódica destinada a las clases escolarizadas las vitrinas de
librerías exhiben títulos al respecto; los programas de
televisión, promovidos por las fundaciones extranjeras, conectan el tema
a la necesidad de limitar la población, de aumentar los niveles
tecnológicos para usar la energía escasa en forma más
económica y de llegar a acuerdos internacionales de naturaleza no
política. Me parece de suma importancia fijar nuestra atención en
la realidad subyacente a esta “crisis” y encontrar una manera que habilite a
las masas populares para participar en el análisis, sin que por ello
baje el nivel lógico y técnico de la discusión. El
presente documento es una contribución para orientar esta
discusión en uno de los sentidos posibles.
Hay
que desenmascarar la “crisis de energía”. Se trata de un eufemismo que
encubré una contradicción, indica una frustración,
consagra una ilusión. Encubre la contradicción inherente al hecho
de querer alcanzar, al mismo tiempo, un estado social basado sobre la noción
de EQUIDAD y un nivel cada vez más elevado de crecimiento industrial.
Indica cuál es el grado de frustración actual, provocado por el
desarrollo industrial. Finalmente, consagra la ilusión de que se puede
sustituir indefinidamente la potencia de la máquina por la
energía metabólica del hombre, ilusión que lleva, en este
momento, a los países ricos a la parálisis y fatalmente
desorienta la planificación del desarrollo en los países pobres.
Al difundir el pánico de una inminente e inevitable “crisis de
energía”, los ricos perjudican aún más a los pobres que al
venderles los productos de su industria. Construir las propias centrales
nucleares en los Andes incorpora a un país al Club de los Explotadores,
mientras que la importación de coches o aviones solamente acentúa
su dependencia. Al difundir en el mundo de los pobres el temor por la
insuficiencia de energía para el “progreso” hacia tales metas, los
pobres aceptan la explicación que presentan los ricos sobre la crisis en
el progreso y se ponen al mismo tiempo un handicap en la carrera del
crecimiento a la cual se obligan. Optan por una pobreza modernizada, en vez de
elegir, con el uso racional de las técnicas modernas, el acceso a un
modo de producción que refleje madurez política y
científica. En mi opinión es de la mayor importancia enfrentarse
a la realidad que oculta ese llamado concepto de “crisis”. Hay que reconocer
que la incorporación de algo más de un cierto quántum de
energía por unidad de un producto industrial inevitablemente tiene
efectos destructores, tanto en el ambiente sociopolítico como en el
ambiente biofísico.
La presente “crisis”
energética ha sido precedida por una análoga “crisis”
ecológica: se abusa de ambas con fines de explotación
política. Hay que entender que la segunda no encuentra su
solución aún cuando se encuentren formas de producir
energía abundante y limpia; es decir, sin efecto destructor sobre el
medio ambiente.
Los
métodos que hoy se utilizan para producir energía, en su
creciente, mayoría agotan los recursos y contaminan el ambiente. Al
ritmo actual de su utilización, el carbón, el petróleo, el
gas natural y el uranio serán consumidos dentro del horizonte temporal
de tres generaciones, y en el entretiempo habrán cambiado tanto al ser
humano como su atmósfera de forma definitiva. Para transportar a un
sólo hombre en un Volkswagen, sobre una distancia de 500 km, se queman
los mismos 175 kg de oxígeno que un individuo respira en todo un
año. Las plantas y las algas reproducen suficiente oxígeno para
los tres mil millones de hombres que existen. Pero no pueden reproducirlo para
un mundo automovilizado, cuyos vehículos queman cada uno por lo menos
catorce veces más oxígeno del que quema un individuo. Los
métodos usados para producir energía no sólo son caros—y
por tanto son recursos escasos—, sino igualmente destructores, al punto de
engendrar su propia escasez. Los esfuerzos de los últimos decenios se
han orientado a producir más petróleo, a refinarlo mejor y a
controlar su distribución. El énfasis ahora se va trasladando
hacia la investigación para encontrar fuentes de energía
abundante y limpia y motores comparables en potencia a los presentes,
que sean más rentables y menos venenosos. Se olvida que
automóviles que no envenenen el ambiente, ni en su manufactura ni en su
marcha, costarían un múltiplo de los que ahora tenemos. La
promoción de la técnica limpia casi siempre constituye la
promoción de un medio de lujo para producir bienes de primera necesidad.
En su forma más
trágica y amenazante, la quimera energética se manifiesta en la
llamada “revolución verde”. Los granos milagrosos introducidos en la
India hace pocos años, hacen sobrevivir y multiplicarse a los
hambrientos que se multiplicaron por el crecimiento industrial. Estas nuevas
simientes se cargan de energía en forma de agua de bombeo, abonos
químicos e insecticidas. Su precio se paga, no tanto en dólares
sino más bien en trastornos sociales y en destrucción
ecológica. De esta forma, los cuatro quintos menos industrializados de
la especie humana, quienes llegan a depender más de la agricultura
“milagrosa”, empiezan a rivalizar con la minoría privilegiada en materia
de destrucción ambiental. Hace sólo diez años se
podía decir que la capacidad de un recién nacido norteamericano
de envenenar el mundo con sus excrementos tecnológicos era cien veces
mayor que la de su coetáneo en Bengala. Gracias a que el bengalí
depende de la agricultura “científica”, su capacidad de destruir el
ambiente en forma irreversible se ha multiplicado por un factor de cinco a
diez, mientras que la capacidad del norteamericano para reducir la
contaminación del planeta ha disminuido un poco. Los ricos tienden a
acusar a los pobres por usar su poca energía en forma ineficiente y
dañina y los pobres acusan a los ricos de producir más
excrementos porque devoran sin digerir mucho más que ellos. Los
utópicos prometen soluciones milagrosas a los dos, tales como la
posibilidad de realizar pronto un decremento demográfico, o la
desalinización de las aguas del mar por energía de fusión.
Los pobres se ven obligados a fundar sus esperanzas de sobrevivir en su derecho
a un ambiente reglamentado que les “ofrece” la generosidad de los ricos. La
doble crisis de abastecimiento y de polución ya manifiesta los
límites implícitos al crecimiento industrial. Pero la contradicción
decisiva de esta expansión más allá de ciertos
límites reside en un nivel más hondo, en lo político.
Creer
en la posibilidad de altos niveles de energía limpia como
solución a todos los males, representa un error de juicio
político. Es imaginar que la equidad en la participación del
poder y el consumo de energía pueden crecer juntos. Víctimas de
esta ilusión, los hombres industrializados no ponen el menor
límite al crecimiento en el consumo de energía, y este
crecimiento continúa con el único fin de proveer cada vez a
más gente de más productos de una industria controlada cada vez
por menos gente. Prevalece la ilusión de que una revolución
política, al suprimir los errores técnicos de las industrias
presentes, crearía la posibilidad de distribuir equitativamente el
disfrute del bien producido, a la par que el poder de control sobre lo que se
produce. Es mi tarea analizar esta ilusión. Mi tesis sostiene que no es
posible alcanzar un estado social basado en la noción de equidad y
simultáneamente aumentar la energía mecánica disponible, a
no ser bajo la condición de que el consumo de energía por cabeza
se mantenga dentro de límites. En otras palabras: sin
electrificación no puede haber socialismo, pero inevitablemente esta
electrificación se transforma en justificación para la demagogia
cuando los vatios per capita exceden cierta cifra. El socialismo
exige, para la realización de sus ideales, un cierto nivel en el uso de
la energía: no puede venir a pie, ni puede venir en coche, sino
solamente a velocidad de bicicleta.
En mi análisis del
sistema escolar he señalado que en una sociedad industrial el costo del
control social aumenta más rápidamente que el nivel del consumo
de energía. Este control lo ejercen en primera línea los
educadores y médicos, los cuerpos asistenciales y políticos, sin
contar la policía, el ejército y los psiquiatras. El subsistema
social destinado al control social crece a un ritmo canceroso
convirtiéndose en la razón de la existencia para la sociedad
misma. He demostrado que solamente imponiendo límites a la
despersonalización e industrialización de los valores se puede
mantener un proceso participatorio político.
En el presente ensayo mi
argumento procederá analógicamente. Señalaré que en
el desarrollo de una sociedad moderna existe un momento en el que el uso de
energía ambiental excede por un determinado múltiplo el total de
la energía metabólica humana disponible. Una vez rebasada esta
cuota de alerta, inevitablemente los individuos y los grupos de base tienen que
abdicar progresivamente del control sobre su futuro y someterse siempre
más a una tecnocracia regida por la lógica de sus instrumentos.
Los ecólogos tienen
razón al afirmar que toda energía no metabólica es
contaminante: es necesario ahora que los políticos reconozcan que la
energía física, pasado cierto límite, se hace
inevitablemente corrupta del ambiente social. Aún si se lograra producir
una energía no contaminante y producirla en cantidad, el uso masivo de
energía siempre tendrá sobre el cuerpo social el mismo efecto que
la intoxicación por una droga físicamente inofensiva, pero
psíquicamente esclavizante. Un pueblo puede elegir entre una droga
sustitutiva tal como el metadone y una desintoxicación realizada a
voluntad en el aislamiento; pero no puede aspirar simultáneamente a la
evolución de su libertad y convivencialidad por un lado, y una
tecnología de alta energía por el otro.
La
llamada crisis de la energía es un concepto políticamente
ambiguo. En la manera como se usa en el presente, sirve a los intereses
imperialistas tanto en Rusia como en los Estados Unidos. Sirve de
explicación para limitar privilegios a quienes más directamente
cooperan en el desarrollo de estos privilegios. En América Latina la difusión
del pánico serviría para integrar el continente más
perfectamente como periferia de un mundo cuyo centro está donde
más energía per capita se utiliza. No hay movimiento de
verdadera liberación que no reconozca la necesidad de adoptar una
tecnología de bajo consumo energético.
Discutir la crisis de
energía equivale a colocarse en el cruce de dos caminos. A mano
izquierda se abre la posibilidad de transición a una economía
postindustrial, que pone el énfasis en el desarrollo de formas
más eficientes de trabajo manual y en la realización concreta de
la equidad. Nos conduciría a un mundo de satisfacción austera de
todas las aspiraciones realistas. A mano derecha se ofrece la opción de
acometer la escalada de un crecimiento que pondría el énfasis en
la capitalización y el control social necesarios para evitar niveles
intolerables de contaminación. Nos conduciría a transformar los
países latinoamericanos en participantes de tercer orden en el
apocalipsis industrial, hacia el cual marchan los países ricos. Estados
Unidos, Japón o Alemania ya están a punto de perpetrar el
autoaniquilamiento social, en una parálisis causada por el superconsumo
de energía. Insistiendo en el sueño de hacer trabajar las
máquinas en lugar del hombre, se desintegran políticamente, aún
antes de verse sofocados en sus propios desechos. Hay ciertos países,
como la India, Birmania, y espero que aún por cierto tiempo
también China, que son
todavía bastante operantes en el uso de sus músculos, precaviendo
así el aumento del desarrollo energético. Pueden aún
limitar el uso de energía al nivel actual, tratando de usar sus vatios
para fines cualitativamente cada vez más altos y cada vez en forma de
mejor distribución.
Posiblemente den el ejemplo
de una economía al mismo tiempo postindustrial y socialista, para lo
cual deberán mantener una tecnología con un bajo consumo de
energía y decidir, desde ahora, vivir más acá del nivel de
consumo por cabeza de energía mecánica que deberán recuperar
los países ricos para poder sobrevivir.
América
Latina se encuentra dentro de una tercera situación. Sus industrias
están subcapitalizadas y sus subproductos, física y socialmente
destructores, son menos visibles que en los países ricos, haciendo
excepción particular del Distrito Federal en México y de
Sâo Paulo en Brasil. El menor número de gente es consciente de
sufrir precisamente a causa del aumento de la potencia de la máquina
industrial y, por tanto, menos es la gente dispuesta a tomar en serio la
necesidad de limitar el desarrollo ulterior de tal potencia. Por otro lado,
todos los países de América Latina ya tienen una infraestructura
física que a priori al no escolarizado, al no motorizado, al no
electrificado, al no industrializado, le permiten participar humanamente en el
proceso de producción. Aquí, la idea de una alternativa al
desarrollo de la industria pesada ya implica la renuncia a lo que se
está haciendo o se cree poder hacer mañana: una renuncia al
coche, a la nevera, al ascensor y en muchos casos, hasta al cemento armado que
ya está en el pueblo o en la casa del vecino. En Latinoamérica
hay menos conciencia que en los países ricos de la necesidad de un
modelo alternativo de tecnología y tampoco se vislumbra una renuncia al
modelo de los ricos, cosas que pudieran permitirse los chinos, si así lo
quisieran.
Tanto los pobres como los
ricos deberán superar la ilusión de que MÁS energía
es MEJOR. Con este fin es necesario, ante todo, determinar el límite de
energía más allá del cual se ejerce el efecto corruptor
del poder mecánico. Este efecto corruptor puede ser controlado en dos
niveles característicos. Una sociedad puede sacrificar su propia
supervivencia, como comunidad política, al ídolo del poder
material; puede optar conscientemente, o por falta de iniciativa contraria, por
identificar el bienestar con el más alto consumo de energía,
estableciendo el sistema de planificación que lo hace posible. La
maximización del sistema industrial bajo un techo energético
más allá del cual cesa la viabilidad del sistema, requiere la
transformación de nuevos poderes a un leviatán tecnofascista.
Una sociedad que de
preferencia al pleno desarrollo de sus industrias sobre la plena
participación de sus miembros en el proceso, no puede evitar un nuevo
nivel de tecnocracia. Es de poca importancia real el modo concreto como llegue
esta tecnocracia al poder: por imposición extranjera, por
revolución dentro o fuera de la legalidad, o a través de un nuevo
contrato social. Tecnocracia es la orientación que siguen los
países ricos y la misma que quieren imponer a los países pobres.
Hay un segundo nivel
característico, y más bajo, al cual se puede limitar la
energía utilizada dentro de un sistema social: es el nivel al que un
pueblo cree tener mejor participación en el dominio de la máquina
al combinar mejor, simultáneamente el desarrollo de sus valores
tradicionales con la realización de sus ideales sociales. Para ello hay
que limitar el uso de la energía, recuperando el nivel tope, pasado el
cual, éste reduce la autonomía de los individuos y de los grupos
de base.
La
hipótesis es evidentemente verdadera: más allá de cierto
nivel de uso per capita de energía física, el
ambiente de una sociedad cesa de funcionar como nicho de su población.
En esta afirmación no hay nada novedoso, pero yo pretendo decir
más que esto en mi hipótesis.
El hombre es el ser
consciente de su espacio vital y de su limitación temporal. Integra a
los dos por medio de su acción, es decir, mediante la aplicación
de su energía a sus circunstancias concretas. Para tal fin utiliza
instrumentos de varios tipos, algunos de los cuales dan mayor efecto a las
energías metabólicas de las que dispone, y otros que le permiten
hallar fuentes energéticas que son exteriores a su propio cuerpo.
La energía,
transformada en trabajo físico le permite integrar su espacio y su
tiempo. Privado de energía suficiente se ve condenado a ser un simple
espectador inmóvil en un espacio que le oprime. Usando sus manos y pies
transforma el espacio, simple territorio para el animal, en casa y patria.
Aumentando la eficiencia en la aplicación de su propia energía lo
embellece. Aprendiendo a usar nuevas fuentes de energía lo expande y lo
pone en peligro. Más allá de un cierto punto, el uso de
energía motorizada inevitablemente empieza a oprimirlo.
Es mi hipótesis que
no puede existir una sociedad que merezca el calificativo de “socialista”
cuando la energía mecánica que utiliza aplasta al hombre e,
inevitablemente, pasado un cierto punto, la energía mecánica tiene
tal efecto. Existe una constante K. Esta constante indica la cantidad por la
cual hay que multiplicar la energía mecánica utilizada para todos
los fines en la sociedad. No puede existir aquella combinación de
sociedad “socialista”, en tanto K no quede entre los límites. La
sociedad debe ser considerada como subequipada para una forma de
producción participatoria y eficaz, mientras K no alcanza el valor del
límite inferior. Cuando K pasa a ser mayor del valor del límite
superior, termina la posibilidad de mantener una distribución equitativa
del control sobre el poder mecánico en la sociedad. Espero elaborar un
modelo teórico que ilustre esta hipótesis. Si ésta es
correcta, existe en cada sociedad concreta un “nivel de energía de
rendimiento mecánico” dentro del cual puede funcionar de manera
óptima un sistema político participatorio. El orden de magnitud
en que se da este nivel de energía es independiente del instrumental
tecnológico o de la eficiencia en la transformación de la energía
misma.
Simultáneamente
propongo se verifique esta misma hipótesis en algunos campos concretos
que consumen un porcentaje importante de la energía mecánica en
nuestras sociedades. Tales campos serían: la habitación, los
aspectos mecanizados de la agricultura y del transporte. Yo me he decidido a
formular mi argumento partiendo de un análisis de este último.
Para
tales fines presento a consideración el campo de la circulación
de personas. Me limitaré al análisis de la circulación de
la gente y de su equipaje personal, porque la circulación de bienes en
cantidades superiores exigiría otro planteamiento. En la
circulación distinguiré dos medios de locomoción: el
tránsito de las personas que usan su propia fuerza para trasladarse
de un punto a otro y el transporte motorizado. Incluyo en la
circulación total dos grandes clases estadísticas de
locomoción bien distintas: el viaje, que al empezar conlleva la
intención de dormir en otro lugar, por lo menos durante una noche y el desplazamiento,
o trayecto de ida y vuelta, que termina durante el mismo día en su lugar
de origen. El viaje con el desplazamiento puede tener como fin el trabajo, el
paseo, el mercado o la participación en actividades sociales.
En el ejemplo de la
circulación creo poder aclarar por qué la “crisis de
energía” es un eufemismo detrás del cual se esconde la
ilusión que el uso de energía y la equidad puedan crecer al mismo
paso indefinidamente. La circulación ofrece una oportunidad para exponer
la urgencia del análisis que propongo. Al mismo tiempo que permite
llamar la atención sobre la ceguera que existe ante la evidencia de esta
urgencia. Y, finalmente, me permito presentar mi argumento en forma tal que
pueda ser entendido y verificado en discusiones públicas con gente a
cualquier nivel de instrucción formal.
En el momento en que una
sociedad se hace tributaria del transporte, no sólo para los viajes
ocasionales sino para sus desplazamientos cotidianos, se pone de manifiesto la
contradicción entre justicia social y energía motorizada, es
decir, entre la libertad de la persona y la mecanización de la ruta. La
dependencia, en relación al motor, niega a una colectividad precisamente
aquellos valores que se considerarían implícitos en el
mejoramiento de la circulación.
Lo siguiente es evidente
para campesinos sensatos y se hace dudoso para una persona subiendo por la
escalera de la escolaridad: la máquina es una contribución
positiva, cuando su empleo conduce a expander el radio de circulación
para todos, multiplicando los destinos terminales, sin que por esto aumente la
parte del tiempo social que se dedica a la circulación. Hoy en
día, ningún sistema motorizado de locomoción llega a
aumentar el radio de circulación y simultáneamente a salvaguardar
la equidad en la distribución de costos y en la accesibilidad a los
puntos de destino escogidos. Frente a esta evidencia el campesino y el
peón fácilmente llegan a entender la trampa de la
aceleración que roba su tiempo a la mayoría mientras que los
universitarios justifican los privilegios con que esta velocidad les provee,
mediante argumentos extraños al debate; insisten en que los
países latinoamericanos tienen derecho a competir con la
tecnología rica; muestran que el transporte genera un aumento importante
en el PBN y que sin una política de movilización mecánica
de las masas no es posible desarrollar aquella forma de control social que para
ellos se esconde detrás del ideal nacionalista.
En mi análisis del
transporte no me interesa identificar los beneficios económicos que
éste genera, sino la contribución y no como medio de
inflación. Es fácil constatar que dondequiera que las
máquinas destinan una tasa elevada de energía mecánica a
la propulsión de un pasajero, el desarrollo de los transportes como
industria reduce la igualdad entre los hombres, limita la movilidad personal
dentro de un sistema de rutas trazadas al servicio de las industrias, las
burocracias y los militares y, además, aumenta la escasez de tiempo
dentro de la sociedad. En otros palabras, cuando la velocidad de sus
vehículos rebasa un cierto margen, la gente se convierte en prisionera
del vehículo que la lleva cada día de la casa al trabajo. La
extensión del radio de desplazamiento diario de los trabajadores tiene
como contrapartida la disminución en la elección de puntos de
destino. Quien va a pie al trabajo llega a crearse un ambiente a lo largo de su
ruta; quien recorre el camino en vehículo está privado de una
multiplicidad de opciones: paradas, accesos, contactos. Pero, el mismo
transporte que para la mayoría crea nuevas distancias físicas y
sociales, crea islotes de privilegios al precio de una esclavitud general.
Mientras que unos pocos viajan en alfombra mágica entre puntos distantes
y, por medio de su presencia prestigiosa los hacen no sólo raros sino seductores,
los otros, que son la mayoría, se tienen que desplazar con más y
más rapidez por los mismos trayectos monótonos y deben consagrar
cada vez más tiempo a estos desplazamientos.
En Estados Unidos de
América cuatro quintos del tiempo consumido en la circulación
concierne a las personas que se mueven entre su casa, el sitio de su trabajo y
el supermercado. Y cuatro quintos de kilometraje destinado a congresos, a
viajes de vacaciones y de negocios son para el 1,5 por ciento de
población. La gente que se encuentra en los aeropuertos siempre es la
misma. Aún ellos se dividen en dos clases: los que se ven obligados a
viajar y quienes lo hacen por propia decisión, que forman la
minoría. Un tercio de la población adulta debe hacer 40 km por
día entre la casa, la escuela, el trabajo y el supermercado para que un
0,5 por ciento pueda elegir viajar en avión más de una vez al
año. Todos aumentan su kilometraje personal obligatorio para que algunos
puedan franquear incalculables distancias en el transcurso de algunos
años.
Los medios de transporte
acentúan la división de clases en las sociedades ricas, y siendo
su lugar de destino las capitales del mundo pobre, extienden la
estratificación en un plano global.
El esclavo del
desplazamiento cotidiano y el viajero impenitente se ven igualmente sometidos
al transporte. Ocasionales puntos altos de velocidad dan al usuario corriente
la ilusión de pertenecer al mundo protegido de los altos consumidores de
energía. La oportunidad ocasional que tiene el trabajador negro en Miami
de pasar dos semanas de vacaciones en Copacabana, le hace olvidar que para el
viaje por avión de seis horas de ida y seis de vuelta tuvo que trabajar
tres veces más días de lo que hubiera tomado el viaje por barco.
El pobre del mundo moderno, capaz de acelerar de vez en cuando, refuerza
él mismo la ilusión de la que es víctima premeditada y se
hace cómplice de la destrucción del cuadro social del espacio. No
sólo quien usa el avión, sino también quien defiende su
uso coopera a destruir la relación multimilenaria que existe entre el
hombre y su geografía.
El americano típico
consagra más de 1 600 horas por año a su automóvil:
sentado dentro de él, en marcha o parado, trabajando para pagarlo, para
pagar la gasolina, las llantas, los peajes, el seguro, las infracciones y los
impuestos para las carreteras federales y los estacionamientos comunales. Le
consagra cuatro horas al día en las que se sirve de él, se ocupa
de él o trabaja para él. Aquí no se han tomado en cuenta todas
sus actividades orientadas por el transporte: el tiempo que consume en el
hospital, en el tribunal y en el taller mecánico; el tiempo pasado ante
la televisión viendo publicidad automovilística, el tiempo
invertido en ganar dinero para viajar en avión o en tren. Sin duda, con
estas actividades hace marchar la economía, procura trabajo a sus
compañeros, ingresos a los jeques de Arabia y justificación a
Nixon para su guerra en Asia. Pero si nos preguntamos de qué manera
estas 1 600 horas, que son una estimación mínima, contribuyen a
su circulación, la situación se ve diferente. Estas 1 600 horas
le sirven para hacer unos 10 000 km de camino, o sea 6 km en una hora. Es
exactamente lo mismo que alcazan los hombres en los países que no tienen
industria del transporte. Pero, mientras el norteamericano consagra a la
circulación una cuarta parte del tiempo social disponible, en las
sociedades no motorizadas se destina a este fin entre el 3 y 8 por ciento del
tiempo social. Lo que diferencia la circulación en un país rico y
en un país pobre no es una mayor eficacia, sino la obligación de
consumir en dosis altas las energías condicionadas por la industria del
transporte.
Al rebasar determinado
límite en el consumo de energía, la industria del transporte
dicta la configuración del espacio social. Las autopistas hacen
retroceder los campos fuera del alcance del campesino que quisiera caminar; los
viaductos y aeropuertos cortan el acceso de un lado del barrio a otro; las
ambulancias empujan las clínicas más allá de la corta
distancia que se puede cubrir llevando un niño enfermo. El coche o la
moto permiten al médico y a la partera vivir lejos del ambiente en el
que ejercen, y mientras más costosos los transportes, más se
vuelve privilegio de ricos o de jerarcas la visita a domicilio. Cuando los
camiones pesados llegan a un poblado de los Andes, lo primero que desaparece es
una parte del mercado local. Luego, cuando llega la ruta asfaltada y un grupo
de maestros de secundaria se establece en el poblado, cada vez más gente
joven se va hacia la ciudad, hasta que no queda una sola familia que no espere
reunirse con alguien allá, a cientos de kilómetros.
Frecuentemente
nos olvidamos de que la aceleración de los viajes es un hecho muy nuevo.
Valéry tenía razón afirmando que Napoleón
aún se movía con la misma lentitud de César. Desde los
tiempos de Ciro el Grande, rey de los Persas, los imperios contaban con la
posibilidad de enviar las cartas a una velocidad hasta de 160 km por
día; los mensajes de toda la historia circulaban a un promedio de 100 km
diarios, ya fuesen transportados en galeras de Constantinopla a Venecia, o
llevados por los corredores de los Fugger, por jinetes del Califa, o por las
rutas del imperio Inca. El primer camino para diligencia entre París y
Marsella o Toulouse, que regularmente hacía más de 100 km por
día, precidió por sólo 70 años al primer tren que
hacía 100 km por hora en 1853. Pero una vez creada la vía
férrea el hombre se vio clavado a ella. En Francia, entre 1850 y 1900,
el kilometraje por pasajero (passanger milage) se multiplicó por
un factor de 53.
Por
su impacto geográfico, en definitiva, la industria del transporte moldea
una nueva especie de hombres: los usuarios. El usuario vive en un mundo ajeno
al de las personas dotadas de la autonomía de sus miembros. El usuario
es consciente de la exasperante penuria del tiempo que provoca recurrir
cotidianamente al tren, al automóvil, al metro y al ascensor, que lo
trasladan diariamente a través de los mismo canales y túneles sobre
un radio de 10 a 25 km. Conoce los atajos que encuentran los privilegiados para
escapar a la exasperación engendrada por la circulación y los
conducen a donde ellos quieren llegar. Mientras el usuario tiene que conducir
su propio vehículo de un lugar, en donde preferiría no vivir, a
un empleo que preferiría evitar. El usuario se sabe limitado por los
horarios de tren y autobús, en las horas que su esposa lo priva del
coche, pero ve a los ejecutivos desplazarse y viajar por el mundo cuando y como
a ellos les place. Paga su automóvil de su propio bolsillo, en un mundo
donde los privilegios van para el personal dirigente de las grandes firmas,
universidades, sindicatos y partidos. Los pobres se atan a su coche, y los
ricos usan el coche de servicio, o alquilan el coche de Hertz. El usuario se
exaspera por la desigualdad creciente, la penuria de tiempo y su propia
impotencia, pero insensatamente pone su única esperanza en más
de la misma cosa: más circulación por medio de más
transporte. Espera el alivio por cambios de orden técnico que han de
afectar la concepción de los vehículos, de las rutas o de la
reglamentación de la circulación. O bien espera una
revolución que transfiera la propiedad de los vehículos a la
colectividad y que por descuento a los salarios, mantenga una red de
transportes gratuitos, cuyas secciones más veloces y costosas
serán otra vez accesibles sólo a quienes la sociedad considere
más importantes. Casi todos los proyectos de reforma de los transportes
que se suponen radicales padecen de este prejuicio: se olvidan del costo en
tiempo humano resultante al sustituir el sistema presente por otro, más
“público”, si este último ha de ser tan rápido como el
otro.
Por las noches el usuario
sueña con lo que los ingenieros le sugieren durante el día a
través de la televisión y de las columnas
pseudocientíficas de los diarios. Sueña con redes estratificadas
de vehículos de diferente velocidad que convergen en intersecciones, en
donde la gente sólo puede encontrarse en los espacios que les conceden
las máquinas. Sueña con los servicios especiales de la “Red de
Transportes” que se harán cargo de él definitivamente.
El usuario no puede captar
la demencia inherente al sistema de circulación que se basa
principalmente en el transporte. Su percepción de la relación del
espacio al tiempo ha sido objeto de una distorsión industrial. Ha
perdido el poder de concebirse como otra cosa que no sea usuario. Intoxicado
por el transporte, ha perdido conciencia de los poderes físicos,
sociales y psíquicos de que dispone el hombre, gracias a sus pies.
Olvida que el territorio lo crea el hombre con su cuerpo, y toma por territorio
lo que no es más que un paisaje visto a través de una ventanilla
por un hombre amarrado a su butaca. Ya no sabe marcar el ámbito de sus
dominios con la huella de sus pasos, ni encontrarse con los vecinos, caminando
en la plaza. Ya no encuentra al otro sin chocar, ni llega sin que un motor lo
arrastre. Su órbita puntual y diaria lo enajena de todo territorio
libre.
Atravesándolo a pie
el hombre transforma el espacio geográfico en morada dominada por
él. Dentro de ciertos límites la energía que aplica al
movimiento determina su movilidad y su poder de dominio. La relación
hacia el espacio del usuario de transportes se determina por una potencia
física ajena a su ser biológico. El motor mediatiza su
relación al medio ambiente y pronto lo enajena de tal manera que depende
del motor para definir su poder político. El usuario está
condicionado a creer que el motor aumenta la capacidad de los miembros de una
sociedad de participar en el proceso político. Él perdió
la fe en el poder político de caminar.
En sus demandas
políticas el usuario no busca más caminos abiertos sino
más vehículos que lo transporten; quiere más de lo mismo
que ahora lo frustra, en vez de pedir garantía de que, en todo sentido,
la precedencia la tenga siempre el peatón. La liberación del
usuario consiste en su comprensión de la realidad: mientras exija
más energía para propulsar con más aceleración a
algunos individuos de la sociedad, él precipita la corrupción
irreversible de la equidad, del tiempo libre y de la autonomía personal.
El progreso con el que sueña no es más que la destrucción
mejor lograda.
En toda sociedad que hace
pagar el tiempo, la equidad y la velocidad en la locomoción tienden a
variar en proporción inversa una de la otra. Los ricos son squellos que
pueden moverse más, ir donde les plazca, detenerse donde deseen y obener
estos servicios a cambio de una fracción muy pequeña de su tiempo
vital. Los pobres son los que usan mucho tiempo para que el sistema del
transporte funcione para los ricos del país.
La razón para ellos
es que la velocidad resulta demasiado cara para ser realmente compartida: todo
aumento en la velocidad de un vehículo ocasiona un aumento
correspondiente en el consumo de energía necesaria para propulsarlo.
No sólo el
funcionamiento mismo consume energía: mientras mayor la velocidad,
más energía se invierte en la construcción del
vehículo mismo, en el mantenimiento de su pista y en los servicios
adicionales sin los cuales no puede funcionar.
No sólo
energía consume un vehículo veloz; más importante
aún es que consume espacio. Cada aumento en la velocidad hace del
vehículo un ser más voraz de metros cuadrados o cúbicos.
Alemania Federal consumió
su tierra a razón de 0.2 por ciento por año durante la
década de los cincuenta. En los sesenta ya había logrado cubrir
permanentemente con asfalto el 0.4 por ciento de su territorio. Los americanos
requieren, para sus propios movimientos y para los de sus mercaderías,
una suma de energía superior a la totalidad de lo disponible para la
mitad de la humanidad entera, reunida entre China, India y el sudeste
asiático. Ineluctablemente la aceleración chupa tiempo, espacio y
energía.
Ahora
bien, cuando la energía requerida por el usuario rebasa una cierta
barrera, el tiempo de unos cuantos adquiere un valor muy alto, en tanto que se
desprecia el de la mayoría. En Bombay bastan algunos pocos
automóviles para perturbar la circulación de miles de bicicletas
y carretillas de tracción humana. Desplazándolos reducen
gravemente su flujo y crean tapones. Pero uno de estos escasos automovilistas
puede trasladarse en una mañana a la capital de provincia, trayecto que,
dos generaciones antes, hubiera llevado una semana entera. En Tailandia los
transportes tradicionales eran tan excelentes y flexibles que nunca los reyes
pudieron imponer contribuciones sobre los movimientos del arroz; tan
múltiples eran las vías por las cuales se podía escapar de
la vigilancia del recaudador en unos botecitos elegantes y rápidos,
usando una vasta red de canales. Para poder introducir el automóvil todo
este sistema, perfectamente democrático, fue paralizado, cubriendo
algunos de los klongs (canales) con asfalto. Algunos poquísimos
individuos pueden moverse con rapidez y la mayoría se hizo dependiente y
debe adquirir “transporte”.
Lo que es válido en
la India, donde el ingreso anual por cabeza alcanza 70 dólares, lo es
también en Boston, donde la circulación se ha hecho más
lenta que en la época de los carruajes de caballos. El tiempo usado en
actividades relacionadas con el transporte lógicamente crece con los
gastos hechos para acelerarlo. Una minoría de bostonianos puede
permitirse el lujo de vivir en rascacielos, cerca de su trabajo, usar el puente
aéreo para dar una vuelta y almorzar en Nueva York. Para la
mayoría aumenta la porción de las horas de vigilia pasadas para
crear “transporte”.
En cualquier lugar, la
demanda de circulación crece con la aceleración de los
vehículos y con mayor premura que la posibilidad de satisfacerla. Pasado
cierto límite, la industria del transporte cuesta a la sociedad
más tiempo del que ahorra. Con aumentos ulteriores en la velocidad de
ciertos vehículos, decrece el kilometraje total viajado por los
pasajeros, pero no el tiempo que les cuesta mantener el sistema de transportes.
La utilidad marginal en el aumento de la velocidad, accesible sólo a un
pequeño número de gente, al rebasar un límite, conlleva
para la mayoría un aumento en la desutilidad total del transporte. La
mayoría no sólo paga más, sino que sufre más
daños irreparables.
Pasada la barrera
crítica de la velocidad en un vehículo, nadie puede ganar tiempo
sin que, obligadamente, lo haga perder a otro. Aquel que exige una plaza en un
avión, proclama que su tiempo vale más que el del prójimo.
En una sociedad en donde el tiempo para consumir o usar se ha convertido en un
bien precioso, servirse de un vehículo, cuya velocidad exceda esta
barrera crítica, equivale a poner una inyección suplementaria del
tiempo vital de otros al usuario privilegiado de vehículos.
La velocidad sirve para
medir la dosis de la inyección que transforma en ganancia de tiempo para
unos pocos la gran pérdida de tiempo de muchos. Inevitablemente esta
carrera contra el tiempo y contra la muerte de los ricos deja heridos tras
sí. Presenta problemas éticos de orden más universal que
la diálisis renal o los injertos de vísceras, que a tantos
sublevan.
Al
rebasar cierto límite de velocidad, los vehículos motorizados
crean distancias que sólo ellos pueden reducir. Crean distancias a costa
de todos, luego las reducen únicamente en beneficio de algunos. Una
carretera abierta en el desierto pone la ciudad al alcance de la vista del
campesino hambriento, pero ciertamente no al alcance de su mano. La nueva ruta express extiende
a Chicago, absorbiendo a los motorizados hacia los nuevos suburbios y dejando
que el centro de la ciudad degenere en arrabales de asfalto para los otros.
El
desplazamiento en masa no es cosa nueva; nuevo es el desplazamiento diario de
masas de gente sobre distancias que no se pueden cubrir a pie; nueva es la
dependencia hacia vehículos para hacer el trayecto diario de ida y
vuelta. El uso diario de la silla de posta, el rickshaw y el fiacre,
sirvió en su tiempo para comodidad de una ínfima minoría,
que no quería ensuciarse los pies ni fatigarse, pero no para aventajar
el paso del caminante. El tránsito diario de masas aparece solamente con
el ferrocarril. En Francia, entre 1900 y 1950, aumenta casi cien veces el
kilometraje por pasajero. La existencia del farrocarril hizo posible la
expansión de las fábricas, creando, desde un principio, una vueva
forma de discriminación. Hizo posible que el director empleara en la
fábrica gente resistente a una distancia mayor de la que se puede cubrir
a pie, creando con esto un “mercado de compra” para la mano de obra. Los
ferrocarriles con su capacidad enorme de transporte comenzaron luego a
transformar el espacio, permitiendo el crecimiento de la urbe, del arrabal y de
la fábrica, que se hizo más gigantesca.
El impacto directo de los
primeros ferrocarriles recayó sobre la estructura del espacio: en sus
primeros años el tren pudo acentuar los privilegios establecidos, creando
la primera clase, que los ricos usaban en vacaciones y para sus negocios,
mientras que los pobres se vieron obligados a usar la tercera todos los
días. Pero la velocidad aún no determinaba las distinciones. Fue
a finales de siglo cuando las cosas cambiaron. La velocidad se convirtió
en factor de discriminación. El tren expreso ya corría tres veces
más rápidamente que el tren lechero y era más costoso.
Pasados otros viente años, con el uso común del automóvil,
el hombre de la calle comenzó a ser su propio chofer. Los beneficios de
la velocidad, logrados por todas partes, llegaron a constituir la base para los
privilegios reservados a las nuevas élites.
El porcentaje de gente que
emplea hoy chofer es más o menos el mismo que lo empleaba hace dos
generaciones; sólo que hoy, el salario que éste gana lo pagan las
empresas, los ministerios y los sindicatos. Pero además de usar chofer,
esta gente es la misma que usa aviones y helicópteros, vive cerca de las
arterias de transporte y trabaja en lugares próximos al restaurante, al
barbero y a las tiendas. Mucho más de lo que pudo hacerlo el tren, los
nuevos niveles de velocidad agrupan las zonas burocráticas favorecidas,
los espacios residenciales más atractivos y las estaciones
turísticas de lujo, dentro de una órbita cerrada, a la cual el
acceso que tienen las masas es, primordialemente, a través de la
televisión. En los países de Europa Oriental donde el
número de lugares privilegiados para quienes disponen de coches es
menor, su importancia relativa es, quizás, mayor.
Hoy vemos la
formación de una jerarquía de diferentes circuitos de transporte,
los cuales determinan el acceso a sus servicios de acuerdo a la velocidad que
desarrollan y, por tanto, cada uno define su propia clase de usuarios. Cada uno
de estos circuitos, si es de velocidad superior, reduce el acceso a menos
número de personas, conecta puntos más distantes entre sí
y devalúa los circuitos a menor velocidad.
¿Dime a qué
velocidad te mueves y te diré quién eres? Si no puedes contar
más que con tus propios pies para desplazarte, eres un marginado, porque
desde medio siglo atrás, el vehículo se ha convertido en signo de
selección social y en condición para la participación en
la vida nacional. Dondequiera que la industria del transporte ha hecho
franquear a sus pasajeros una barrera crítica de velocidad,
inevitablemente establece nuevos privilegios para la minoría y agobia a
la mayoría.
A todos los niveles, para
que la acumulación de poder pueda ser factible, tiene que crear su
propia justificación. Así es como un hombre queda justificado al
consumir fondos públicos para aumentar la cantidad anual de sus viajes,
sumándolos a los fondos públicos ya consumidos anteriormente, al
extender la duración de sus estudios. Allí donde se cree que el
saber puede capitalizarse y se puede medir el valor productivo por los
años de escolaridad de un individuo, inevitablemente se llega a
justificar que éste capitalice su vida utilizándola más
intensivamente al usar transportes más veloces.
En los países ricos,
quienes ganan mucho tienen el mejor transporte y mayor probabilidad de tener
éxito en los estudios que justifican los demás privilegios. Pero
no es necesario usar el salario o el título académico como
pasaporte que permita la entrada a un avión. Hay factores de orden ideológico
que pueden igualmente abrir o cerrar la puerta de la cabina. Si bien es cierto
que la LÍNEA JUSTA de Mao, para extenderse en China, necesita
actualmente de aviones a reacción, esto no puede significar sino la
emergencia de un espacio/tiempo propio de los cuadros del partido y diferente
al espacio/tiempo en el que viven las masas. En la China Popular la
supresión de los niveles intermedios ha hecho más eficaz y
más racional la concentración del poder, pero simultáneamente
ha recalcado también cómo el tiempo del hombre que guía su
búfalo vale mucho menos que el tiempo del hombre que trae ideas y se
hace transportar en jet. La velocidad vehicular concentra la potencia
energética y el poder en las posaderas de unos cuantos: es estructuralmente
demagógica y elitista, indepdendientemente de las intenciones que tenga
quien se hace propulsar velozmente. Es un hecho: los caballos de fuerza no
pueden sino pisotear la equidad. Además, hacen perder tiempo.
La velocidad reduce el
tiempo en un doble sentido: disminuyendo el que necesita el pasajero para
cubrir 1 000 km y reduciendo el que podría emplear en otra cosa que no
fuera el desplazamiento. La velocidad superior de ciertos vehículos
favorece a algunas personas, pero la dependencia general en los
vehículos veloces consume el tiempo de todos. Cuando la velocidad rebasa
una cierta barrera empieza a aumentar el tiempo total devuelto por la sociedad
a la circulación.
El efecto que tienen los
vehículos superpotentes sobre el presupuesto cotidiano del tiempo
disponible de individuos y de sociedades se conoce mal. Lo que las
estadísticas nos muestran es el precio en dólares por
kilómetro, o la duración en horas por desplazamiento. Muy poca es
la información sobre los presupuestos de tiempo en el transporte. Hay
pocos datos estadísticos de cómo el automóvil devora
espacio, de cómo se multiplican los recorridos necesarios, de
cómo se alejan las terminales codiciadas y de cómo al hombre motorizado
le cuesta adaptarse al transporte y reponerse de él.
Ningún estudio
señala los costos indirectos del transporte, por ejemplo el precio que
se paga por residir en un sector con circulación de facil acceso, los
gastos implicados en protegerse del ruido, de la contaminación y de los
peligros de la circulación.
Sin embargo, la
inexistencia de una contabilidad nacional del tiempo social no debe hacernos
creer que es imposible establecerla, ni debe impedirnos utilizar lo poco que ya
sabemos al respecto.
Lo que sí sabemos
con seguridad es que en todas partes del mundo, en cuanto la velocidad de los
vehículos que cubren los desplazamientos diarios rebasan un punto de
alrededor de los 20 km/hora, la escasez del tiempo relacionada con el desarrollo
del transporte general comienza a aumentar. Una vez que la industria alcanza
este punto crítico de concentración de vatios por cabeza, el
transporte hace del hombre el fantasma que conocemos; un desatinado que
constantemente se ve obligado a alcanzar dentro de las próximas 12 horas
una meta que por sus propios medios físicos no puede alcanzar. En la
actualidad, la gente se ve obligada a trabajar buena parte del día para
pagar los desplazamientos necesarios para dirigirse al trabajo. Dentro de una
sociedad, el tiempo devuelto al transporte crece en función del
máximo de la velocidad de los transportes públicos. Por tener
medios de transporte público más modernos, el Japón ya
precede a Norteamérica en velocidad y en el tiempo perdido en gozarla.
El tiempo carcomido por la
circulación; el hombre privado de su movilidad y sometido a depender de
las ruedas; la arquitectura al servicio del vehículo; todo esto es
consecuencia de la reorganización del mundo sujeta a la
aceleración prepotente. No cambia mucho el asunto si la máquina
es pública o privada. Inevitablemente con el aumento de la velocidad
crece la escasez de tiempo: pasando del coche al tren, que le da el mismo
servicio, el usuario trabaja dos o tres horas al día para pagar
más impuestos en lugar de trabajar para pagar su “Ford”. Inevitablemente
aumenta la programación: en vez de tener que añadir dos horas de
trabajo como chofer de su propio coche al trabajo diario en la fábrica o
en la oficina, ahora tiene que adaptar su día a los horarios de los
diferentes medios de transporte público. Así como los
vehículos ocupan el espacio y reducen los lugares donde la gente pueda
parar o vivir, así igualmente ocupan más horas cada año,
además imponen su ritmo al proyecto de cada día.
Como
indiqué anteriormente, para poder entender la disfunción que
analizamos hay que distinguir entre la circulación, el tránsito y
el transporte. Por circulación designo todo desplazamiento de
personas. Llamo tránsito a los movimientos que se hacen con
energía muscular del hombre y transporte a aquellos que recurren
a motores mecánicos para trasladar hombres y bultos. Sin duda, desde
tiempos inmemoriales el animal ha compartido el hambre del ser humano y fue su
dócil vehículo. Es cosa del pasado: el aumento de los hombres
cada vez lo excluye más de un mundo superpoblado y ahora los motores
mecánicos generan la forma inhumana de los movimientos.
Dentro de esta perspectiva,
se diferencian dos formas de producción de la circulación. El
transporte, que es la forma basada en la utilización intensiva del
capital; el tránsito, la forma basada en la utilización intensiva
del cuerpo humano. El transporte es prevalentemente un producto de la
industria, el tránsito no lo es, ni puede serlo. Quien transita en el
acto es eminentemente su propio dueño, quien usa transporte es pasajero
o usuario, inevitablemente cliente de una industria. El transporte que usa es
un bien con valor de cambio, sujeto a la escasez. Se somete al juego del
mercado, organizado como un “juego con suma cero”, de tal manera que si unos
ganan los otros pierden. El tránsito, por definición, tiene un
valor de uso, que normalmente es del transeúnte. No se ve necesariamente
afectado por algún valor de cambio. El niño puede visitar a su
abuela sin pagar a nadie, pero puede, si quiere, llevar un bulto para el vecino
de la señora, cobrando por la molestia de llevarlo. Hay penuria de
tránsito únicamente al negar a los individuos la posibilidad de
utilizar su capacidad innata de moverse; no se les puede privar del medio de
locomoción que usan. Por esto el tránsito en sí no es
fácil de organizar como “juego con suma cero”. Por su naturaleza, al
mejorar el tránsito de un miembro de la colectividad, mejora la suerte
del conjunto. Todo esfuerzo por perfeccionar el tránsito toma la forma
de una operación en la que finalmente todo el mundo sale ganando. En
cambio, de toda lucha por acelerar el transporte (por encima de cierta
barrera), inevitablemente resulta un aumento de la injusticia. El transporte
más rápido para algunos inevitablemente empeora la
situación de los demás.
Las paradojas,
contradicciones y frustraciones de la circulación contemporánea
se deben al monopolio ejercido por la industria de los transportes sobre la
circulación de las personas. La circulación mecánica no
solamente tiene un efecto destructor sobre el ambiente físico, ahonda
las disfunciones económicas y carcome el tiempo y el espacio.
Además de todo esto, inhibe a la gente de servirse de sus pies,
incapicitando a todos por igual. En Los Ángeles no hay destino para el
pie: el coche dictó su forma a la ciudad.
El dominio del sistema
industrial de circulación sobre el sistema personal se establece cuando,
y sólo entonces, los medios de transporte circulan a velocidad
prepotente. Es la velocidad, al volverse obligatoria, la que arruina el
tránsito en favor del transporte motorizado. Dondequiera que el
ejercicio de privilegios y la satisfacción de la necesidades más
elementales va unida al uso del vehículo prepotente, se impone una
aceleración de los ritmos personales. La industria tiene el monopolio de
la circulación cuando la vida cotidiana llega a depender del
desplazamiento motorizado.
Este poderoso control que
ejerce la industria del transporte sobre la capacidad innata que tiene todo
hombre para moverse, crea una situación de monopolio más
agobiante que el monopolio comercial de Ford sobre el mercado de
automóviles, o el monopolio político que ejerce la industria
automovilística en detrimento de los medios de transporte colectivos.
Por su carácter disimulado, su atrincheramiento, su poder para
estructurar la sociedad, este monopolio es radical: obliga a satisfacer de
manera industrial, una necesidad elemental hasta ahora satisfecha de forma
personal. El consumo obligatorio de un bien de cambio, el transporte
motorizado, restringe las condiciones de poder gozar de un valor de uso
superabundante, la capacidad innata de tránsito. La
reorganización del espacio en favor del motor vacía de poder y de
sentido la capacidad innata de moverse.
La
circulación nos sirve aquí de ejemplo para formular una ley
económica y política general: cuando un producto excede cierto
límite en el consumo de energía por cabeza, ejerce un monopolio
radical sobre la satisfacción de una necesidad. Este monopolio se
instituye cuando la sociedad se adapta a los fines de aquellos que consumen el
total mayor de quanta de energía, y se arraiga irreversiblemente cuando
se empieza a imponer a todos la obligación de consumir el quántum
mínimo sin el cual la máquina no puede funcionar. El monopolio radical
ejercido por una industria sobre toda una sociedad no es efecto de la escasez
de bienes reservados a una minoría de clientes; es más bien la
capacidad que tiene esta industria de convertir a todos en usuarios.
En toda América
Latina los zapatos son escasos. Mucha gente no los usa jamás. Caminan
descalzos o con sandalias, huaraches o caites que ellos mismos se fabrican; sin
embargo, nunca la falta de zapatos ha limitado su tránsito. Pero, unas
dos generaciones atrás, se convirtió en ideal de los nacionalistas
calzar al pueblo. Se empezó a obligar a la gente a calzarse,
prohibiéndoles comulgar, graduarse o hacer gestiones públicas
ante burócrata prestándose descalzos. El poder del
burócrata para definir lo que es bueno para el pueblo inevitablemente le
da el poder de establecer nuevas jerarquías.
Como el calzado, las
escuelas han sido siempre un bien escaso. Pero, el solo hecho de admitir una
minoría privilegiada no ha logrado que la escuela sea un
obstáculo para la adquisición de saber por parte de la mayoría.
Ha sido necesario establecer la escuela gratuita y obligatoria para que el
educador, convertido en tamiz entre el saber y las masas, pudiera definir al
subconsumidor de sus tratamientos como despreciable autodidacta.
La industria de la
construcción podría servirnos de tercer ejemplo de lo que es un
monopolio radical. La mayoría de nuestra gente sabe aún crearse
un ambiente físico y construir su casita. No es la casa del rico, o el
palacio de gobierno lo que impide que lo haga hoy, sino la ley que presenta la
casa profesionalmente construida como modelo, la que impide la
autoconstrucción moderna a la mayoría.
Los
elementos que constituyen a una industria gran consumidora de energía en
monopolio radical, se ponen de manifiesto si tratamos de realizar los ideales
que hoy rigen la circulación. Imaginemos que se organiza un sistema de
transportes para uso diario, que realmente sea rápido, gratuito,
igualmente accesible a todos. En un mundo hipermoderno dotado de un sistema
semejante todos los transportes serían pagados con fondos
públicos, es decir, fondos recaudados por medio de impuestos. La
imposición, a su vez, no sería solamente mayor para quienes ganan
más, sino para quienes viven o tienen negocios más cercanos a las
terminales. Además, en este sistema, quien llegara primero sería
también primero en ocupar su plaza, sin prioridad reconocida ni al
médico, ni a quien va de fiesta, ni al directivo. Un mundo
utópico semejante bien pronto se manifestaría como una pesadilla,
en la que todos serían igualmente prisioneros del transporte. Cada uno
privado del uso de sus pies, incapaz de competir con los vehículos, se
convertiría en agente de la proliferación ulterior de la red de
transportes. La única alternativa que le quedaría se impone por
sí sola: insistir en que la velocidad de los vehículos
disponibles se reduzca a un nivel que permita al hombre competir con ella por
sus propias fuerzas.
Hay que preguntarse por
qué la investigación insistentemente continúa orientada
hacia el desarrollo de los transportes cada vez más dañinos, en
vez de determinar las condiciones óptimas de la circulación. En
mi opinión, para ello hay una razón obvia. No se pueden
identificar las condiciones para una circulación óptima sin
decidir de antemano que la circulación en cuestión debe ser la
locomoción de las personas y no la de los vehículos. Ahora bien,
para poder asentar las metas de un sistema de transportes en tal premisa, hay
que tomar en consideración que las personas tienen una capacidad innata
de moverse sin que para ello necesiten de la ayuda de políticos e
ingenieros. Aunque pueda parecer extraño al hombre común, es
precisamente a esta movilidad natural del ser humano a la que no dan
significación formal los grandes equipos de profesionales, quienes
prepararan la mayoría de los grandes estudios sobre la
reorganización de la circulación necesaria durante los
próximos diez años.
Asentada la premisa de que
el hombre nace con alta movilidad, característica para su ser y
tradicionalmente satisfactoria, se impone el problema de cómo
salvaguardar esta movilidad natural, a pesar de las medidas que se tomen para
“mejorarla”. Una de las formas que garantizan el disfrute de la movilidad
natural consiste en imponer un límite a la industria del transporte,
límite que, a cierto nivel, tome la forma de restricción a la
velocidad. El obstáculo mayor para la discusión racional del tema
es el orden de magnitud de la velocidad en el que se encuentra este
límite.
El usuario comprende que
algunas velocidades deben ser excluidas, comprende que la generalización
del avión supersónico le impediría el descanso y el
sueño y, con mucha probabilidad, a sus nietos les quitaría el
oxígeno necesario para vivir. Sin dificultad comprende que existen
velocidades máximas, pero no ha meditado en la posibilidad de
velocidades óptimas. Las discusiones sobre velocidades que lleven a una
circulación óptima le parecen abitrarias o autoritarias. Del otro
lado, al ciclista o al mulatero la discusión le parece carente de
sentido. Para ambos, lo que podrían llegar a identificar como velocidad
óptima en la circulación, es distinto a lo que ellos conocen por
experiencia. Una velocidad cuatro o seis veces mayor a la de un peatón
representa un margen demasiado bajo para tomarlo en consideración por el
usario del sistema de transportes y es demasiado elevado para tres cuartas
partes de la humanidad que todavía se mueve por sus propias fuerzas. Es
aquí donde está el obstáculo para la politización
del asunto.
La gente que planifica el
alojamiento, el transporte o la educación de los demás pertenece
a la clase de los usuarios. La competencia que reivindica se basa en el valor
reconocido al producto de sus agencias: los “milagros médicos”, la
velocidad o los certificados escolares. Sociólogos o ingenieros pueden
dar cuenta del embotellamiento en Calcuta o en Caracas, en términos
informativos. Hasta saben trazar planos para la sustitución de coches
por autobuses, metros o aerotrenes. Pero inevitablemente son gente que cree
poder aportar algo que los demás no tienen: un vehículo, un plan
o un sistema. Son personajes profesionalmente adictos a la solución
industrial de problemas creados por una industria. Su fe en la potencia, en la
fuerza de concentración de la energía, les impide tomar
conciencia de la potencia, superior en mucho, inherente a la renuncia. El
ingeniero es incapaz de concebir la renuncia a la velocidad, el retardo general
de la circulación, como medio de abolir el espasmo energético que
ahora entorpece los transportes. No quiere elaborar sus programas sobre el
postulado de prohibir en la ciudad todo vehículo motorizado que aventaje
la marcha de una bicicleta.
Desde
su “Land Rover”, el consejero para el desarrollo se compadece del peruano que
lleva sus marranos al mercado. Se rehúsa a reconocer las ventajas que le
da el hecho de ir a pie: se olvida de que si bien este hombre pasará en
el camino tres días enteros del mes, la mayoría de sus familiares
no tienen que salir del pueblo. En contraste, cada uno de los miembros de la
familia del gringo, en St. Louis Missouri, está obligado a pasar cuatro
horas diarias al servicio de los transportes. No sorprende, pues, que como
benefactor de la humanidad subdesarrollada ponga empeño en proveer a los
indios de la sierra de “privilegio” semejante. Para el ingeniero del desarrollo
no existe nada que sea sencillamente bueno, sueña con lo mejor,
los más rápido, lo más costoso y, por tanto, acrecentando
el medio aleja el fin.
La
mayoría de los peruanos y mexicanos, para no hablar de los chinos, se encuentran
en la actitud opuesta. El límite crítico de la velocidad se
coloca para ellos muy por delante de lo que conocen por experiencia propia.
Sí, hay unos cuantos que guardan de por vida el recuerdo de alguna
escapada motorizada; recuerdan el día en que, en el camión del
ejército, fueron transportados a una manifestación en el
zócalo; en Pekín, recuerdan la vista del cacique en su coche.
Pero, aún en estas raras ocasiones, en las que se mueven sobre la pista a
una velocidad de 50 km, en una hora no recorren más de 30 km. No
asimilan la experiencia de haber recorrido tal distancia en tan poco tiempo. En
Guerrero y en Chiapas, dos estados mexicanos, en 1970 menos del 1 por ciento de
la población había recorrido jamás 15 km en menos de una
hora. Los caminos de tercera sin duda hacen más cómodo el
desplazamiento, hacen posibles los recorridos más largos, pero no los aceleran,
pasando el límite. Permiten a todos moverse juntos, llevan al campesino
al mercado sin separarlo de su marrano y sin ocasionar a éste pérdida
de peso, pero no los hacen llegar más que seis veces más pronto
que si hubiesen ido a pie.
El orden de magnitud donde
se coloca el punto límite crítico de la velocidad es muy bajo
para ser tomado en serio por el usuario y muy alto para afectar al campesino.
De esta manera se sitúa, para ambos, en el punto ciego de su campo
visual. Al campesino le parecería volar como un pájaro si pudiera
trasladarse de su casa a un campo a 25 km de distancia en una hora o menos,
mientras que el usuario olvida que la enorme mayoría de los habitantes
de Londres, París, Nueva York y Tokio emplean más de una hora por
cada diez kilómetros que se desplazan. El hecho de que la velocidad
crítica para la circulación esté situada en un punto ciego
común al campo visual del usuario y del campesino, es lo que hace tan
difícil presentar el asunto a la discusión pública. El
usuario está intoxicado por el consumo de altas dosis de energía
industrial y se le toca un nervio vivo al tocar el punto, mientras que el
campesino no ve la razón de defenderse de algo que no conoce.
A
esta dificultad general para politizar el asunto de las velocidades se
añade otro obstáculo aún más palmario. El usuario
de transportes no es cliente de las carreteras únicamente. Es casi
siempre un hombre moderno, lo que quiere decir que igualmente es cliente
encadenado a otros sistemas públicos, tales como la escuela, el hospital
y el sindicato. Está condicionado a creer que sólo los
especialistas pueden comprender los porqués de las
“características técnicas” según los cuales funcionan los
sistemas: sólo el médico puede identificar y curar su calentura,
y sólo el maestro titulado debe enseñarle a leer a su
niño. Igualmente está acostumbrado a confiar en los expertos, y a
que sólo ellos comprendan por qué el tren suburbano parte
a las 8:15 y a las 8:41, o por qué los coches se tienen que hacer cada
vez mas complejos y costosos sin que para él mejore la
circulación. La idea de que por un proceso político se
podría encontrar una característica técnica tan elemental
como la “velocidad crítica”, aquí bajo estudio, le parece fruto
de la imaginación ingenua de un abuelo, de un inculto, de un luddita o
de un demagogo irresponsable. Su respeto al especialista a quien no conoce se
ha transformado en ciega sumisión a las condiciones que éste ha
establecido. La mistificación propia y típica del hombre-cliente
es el segundo obstáculo para el control popular de la
circulación.
Hay un tercer
obstáculo a la construcción de la circulación: tal
reconstrucción por iniciativa mayoritaria es potencialmente un explosivo
social. Si en un solo campo mayor las masas llegaran a entender hasta
qué punto han sido fantoches de una ilusión tecnológica,
la misma mutación de conciencia podría fácilmente extenderse
a otros campos. Si fuese posible identificar públicamente un valor
natural máximo para las velocidades vehiculares, como condición
para el tránsito óptimo, análogas intervenciones
públicas en la tecnoestructura serían entonces mucho más
fáciles. La estructura institucional total está tan integrada,
tan tensa y frágil, que desde cualquier punto crítico se puede
producir un derrumbe. Si el problema del tránsito se pudiera resolver
por intervención popular, y sin referencia a los expertos en el campo
del transporte, entonces se podría aplicar el mismo tratamiento a las
cuestiones de la educación, de salud, del urbanismo y hasta de las
iglesias y de los partidos. Si, para todos los efectos y sin ayuda de expertos,
los límites críticos de velocidad fueran determinados por asambleas
representativas del pueblo, entonces se cuartearían las bases mismas del
sistema político. Así, la investigación que propongo es
fundamentalmente política y subversiva.
El hombre se mueve con
eficacia sin ayuda de ningún implemento. Caminando hace su sendero. La
locomoción de cada gramo de su propio cuerpo o de su carga, sobre cada
kilómetro recorrido en diez minutos, le consume 0,75 calorías.
Comparándolo a una máquina termodinámica, el hombre es
más rentable que cualquier vehículo motorizado, que consume por
lo menos 4 veces más calorías en el mismo trayecto. Además
es más eficiente que todos los animales de un peso comparable. El
tiburón o el perro le ganan, pero sólo en poco. Con este índice
de eficiencia de menos de una caloría por gramo, históricamente
organizó su sistema de circulación, prevalentemente basado en el
tránsito. Exploró el mundo, creó culturas, sostuvo
comercios y, por cuanto podamos saber, no gastó más que el 3,5
por ciento del tiempo social en moverse fuera de su hogar o de su campamento.
Sólo algunos pueblos, en raros momentos de su historia, probablemente
consagraron más de este porcentaje del tiempo común en moverse o
en ocuparse con sus vehículos y motores animales, por ejemplo los mongoles
en sus guerras.
Hace un siglo el hombre
inventó una máquina que lo dotó de eficiencia aún
mayor: la bicicleta. Se trataba de una invención novedosa, a base de
materiales nuevos, impensados en tiempos del joven Marx y combinados en una
tecnología ingeniosa.
El uso de la bicicleta hace
posible que el movimiento del cuerpo humano franquee una última barrera.
Le permite aprovechar la energía metabólica disponible y acelerar
la locomoción a su límite teórico. En terreno plano, el
ciclista es tres o cuatro veces más veloz que el peatón, gastando
en total cinco veces menos calorías por kilómetro que
éste. El transporte de un gramo de su cuerpo sobre esta distancia no le
consume más que 0,15 calorías. Con la bicicleta, el hombre rebasa
el rendimiento posible de cualquier máquina y de cualquier animal
evolucionado.
Además, la bicicleta
no ocupa mucho espacio. Para que 40 000 personas puedan cruzar un puente en una
hora moviéndose a 25 km por hora, se necesita que éste tenga 138
m de anchura si viajan en coche, 38 m si viajan en autobús y 20 m si van
a pie; en cambio, si van en bicicleta, el puente no necesita más de 10 m
de anchura. Únicamente un sistema hipermoderno de trenes rápidos,
a 100 km por hora y sucediéndose a intervalos de 30 segundos
podría pasar esta cantidad de gente por un puente semejante en el mismo
tiempo.
No sólo en
movimiento, también estacionado hay una diferencia enorme entre el
espacio que ocupa el vehículo potencialmente rápido y la
bicicleta. Donde se estaciona un coche caben 18 bicicletas. Para salir del
estacionamiento de un estadio, 10 000 personas en bicicleta necesitan una
tercera parte del tiempo que necesita el mismo número que abordan
autobuses.
Dotado de bicicleta, el
hombre puede cubrir una distancia anual superior, dedicándole en total
menos tiempo y exigiendo menos espacio para hacerlo y muy poca inversión
de energía física que no es parte de su propio ciclo vital.
Además las
bicicletas cuestan poco. Con una fracción de las horas de trabajo que
exige al gringo la compra de su coche, el chino, ganando un salario mucho
menor, compra su bicicleta, que le dura toda la vida, mientras que el coche,
cuanto más barato, más pronto hay que reponerlo. Eso mismo se
puede decir respecto a las carreteras. Para que un mayor número de
ciudadanos puedan llegar hasta sus casas en coche, se corroe más el
territorio nacional. Inevitablemente el coche está ligado a la
carretera, no así la bicicleta. Donde no puede ir montado en ella, el
ciclista la empuja. El radio diario de trayectos aumenta para todos por igual
sin que por esto disminuya para el ciclista la intensidad de acceso. El hombre
con bicicleta se convierte en dueño de sus propios movimientos, sin
estorbar al vecino. Si hay quien pretenda que en materia de circulación
es posible lograr algo mejor, es ahora cuando debe probarlo.
La bicicleta es un invento
de la misma generación que creó el vehículo a motor, pero
las dos invenciones son símbolos de adelantos hechos en direcciones
opuestas por el hombre moderno. La bicicleta permite a cada uno controlar el
empleo de su propia energía; el vehículo a motor inevitablemente
hace de los usuarios rivales entre sí por la energía, el espacio
y el tiempo. En Vietnam, un ejército hiperindustrializado no ha podido
derrotar a un pueblo que se desplaza a la velocidad de la bicicleta. Esto debería
hacernos meditar: tal vez la segunda forma del empleo de la técnica sea
superior a la primera. Naturalmente, queda por ver si los vietnamitas del Norte
están dispuestos a permanecer dentro de esos límites de velocidad
que son los únicos susceptibles de respetar los valores mismos que
hicieron posible su victoria. Hasta el momento presente los bombarderos
americanos les han privado de gasolina, de motores, de carreteras y los han
obligado a emplear una técnica también moderna, mucho más
eficaz, equitativa y autónoma que la que Marx hubiese podido imaginar.
Queda por ver si ahora, en nombre de Marx, no se lanzan a una
industrialización, cuantitativamente tan superior a lo que Marx pudo
prever, que sea imposible la aplicación de los ideales que él
formuló.
Los hombres nacieron
dotados de movilidad más o menos igual. Esta capacidad innata de
movimiento aboga en favor de una libertad igual en la elección de su
destino. La noción de equidad puede servir de base para defender este
derecho fundamental contra toda limitación. Dentro de esta perspectiva,
poco importa cuál sea la amenaza al libre ejercicio del derecho de
moverse y elegir su propio destino: la prisión, la prohibición de
cruzar fronteras, la reclusión
dentro de un ambiente urbano que impida la movilidad innata de la
persona con la sola finalidad de transformarlo en usuario. El hecho de que
nuestros contemporáneos, en la mayoría, estén atados a su
butaca por su cinturón de seguridad ideológica, no basta para que
el derecho fundamental a la libertad de movimientos se vuelva obsoleto. La
movilidad humana es el único patrón válido para poder
medir la contrabución que cualquier sistema de transporte el
tránsito se ve restringido, el transporte hace declinar la
circulación.
Para poder distinguir el
transporte que mutila el derecho del movimiento de aquel que lo ensancha, hay
que reconocer que el vehículo puede entorpecer la circulación
triplemente: rompiendo su flujo, aislando categorías jerarquizadas de
destinación y aumentando la pérdida de tiempo vinculada con la
circulación. Se ha visto que la clave de las relaciones entre el
transporte y la calidad de la circulación es la velocidad del
vehículo. También se ha visto que, pasado cierto límite de
velocidad, el transporte afecta la circulación en tres maneras: la
entorpece al saturar de vías y coches un ambiente físico;
transforma el territorio en una trama de circuitos cerrados y estancos; y
sustrae al individuo del tiempo y el espacio de existir, convirtiéndolo
en presa de la velocidad.
Lo contrario es cierto
también: bajo determinado nivel de velocidad, los vehículos
motorizados pueden complementar o mejorar el tráfico, permitiendo a las
personas hacer cosas que no podrían hacer a pie o en bicicleta. Los motores
pueden usarse para transportar al enfermo, al lisiado, al viejo o al
simplemente perezoso.
Las motocicletas pueden
transportar personas pasando sobre montículos, pero lo pueden hacer en
forma sosegada solamente si no desventajan a una mayoría que tiene que
subir a pie. Los trenes pueden extender el radio de vivencia para una
mayoría, pero pueden hacerlo sólo si con ello ofrecen igual
oportunidad a toda la gente de estar más cercanos entre sí. Un
sistema de transporte bien desarrollado, a velocidades tope de 25 km por hora,
hubiera permitido al policía Fix perseguir a Phileas Fogg alrededor del
mundo no en 80 días, sino en 40. Pero en un sistema así, el
tiempo empleado para viajar pertenece en forma dominante al viajero: más
baja la velocidad, menor es la expropiación del tiempo ajeno que
practica el viajero.
La coexistencia de
vehículos movidos sólo a fuerza de energía
metabólica humana y de otros auxiliados por motores, será
ponderada únicamente si se concede preferencia absoluta a la
autonomía de movimiento del hombre y si se protegé la
geografía humana contra aquellas velocidades que la distorsionan en
geografía vehicular.
Se puede desarrollar un
sistema de transportes con características óptimas para el
tráfico siempre que el transporte motorizado se mantenga limitado a
velocidades subsidiarias del tránsito autónomo. El límite
a la potencia, y por tanto a la velocidad de los motores, en sí mismo no
protegé a los más débiles contra la explotación de
los ricos y poderosos. Éstos siempre podrán idear medios para
vivir y trabajar en mejores localidades, viajar en gran lujo y hacerse
transportar sobre los hombros de sus esclavos. Pero al fijar velocidades
máximas dentro de ciertos límites sí es posible reducir, y
hasta corregir disparidades, combinando medios políticos con recursos
tecnológicos. Una revolución política puede eliminar la
institución de la esclavitud; sin limitar la velocidad no puede eliminar
la nueva explotación que el sistema de transporte impone. Si no hay
velocidades máximas determinadas, no se pueden superar las disparidades,
ni siendo propiedad del Estado los medios de transporte, ni aplicando mejores
técnicas para su control. Una industria del transporte sirve para la
producción del tráfico total únicamente si no ejerce un
monopolio radical sobre la productividad personal que la tecnología
moderna ha elevado a un nuevo orden.
La
combinación de transportes y tránsito que constituye la
circulación nos indica cuál es la potencia en vatios per
capita socialmente óptima y señala la necesidad de someterla
a límites elegidos políticamente. Asimismo nos ofrece un ejemplo
de la convergencia de metas en el desarrollo socioeconómico y un
criterio para distinguir a los países que están insuficientemente
equipados de los que están destructivamente superindustralizados.
Un
país se puede clasificar de subequipado cuando no puede dotar a
cada ciudadano de una bicicleta o proveer una transmisión de cinco
velocidades a cualquiera que desee pedalear llevando a otros. Está
subequipado si no puede proveer buenos caminos para la bicicleta o transportes
públicos gratuitos para aquellos que quieren viajar horas seguidas. No
existe una razón técnica, económica o ecológica
para que, por el año de 1975 se tolere semejante retraso, consecuencia
de un equipo insuficiente. Sería un escándalo si la movilidad
natural de los hombres se viera, contra su voluntad, forzada al estancamiento a
un nivel prebicicleta.
Un
país puede ser clasificado como superindustrializado cuando su
vida social es dominada por la industria del transporte que ha llego a
determinar sus privilegios de clases, a acentuar la escasez de tiempo y a
mantener a los hombres más firmemente en los carriles trazados para
ellos.
Más
allá del subequipado y del superindustrializado está la eficacia
postindustrial; ese mundo en el que la modalidad industrial complementa la
producción social sin monopolizarla. En otras palabras, hay un sitio
para un mundo de madurez tecnológica. En términos de
circulación, éste es el mundo de aquellos que han ensanchado su
horizonte cotidiano a trece kilómetros, montados en su bicicleta. Al
mismo tiempo es el mundo marcado por una variedad de motores subsidiarios
disponibles para cuando la bicicleta no basta y cuando un aumento en el empuje
no obstaculice ni la equidad, ni la libertad. También es el mundo del
viaje largo, un mundo donde todo lugar está abierto a toda persona, a su
albedrío y a su velocidad, sin prisa o temor, por medio de
vehículos que cruzan las distancias sin roturar la tierra sobre la que
el hombre ha caminado con sus pies por cientos de miles de años.
El
mundo superindustrializado no admite diferencias en el estilo de
producción y de la política. Impone sus características
técnicas a las relaciones sociales. El mundo de la madurez industrial
permite una variedad de elecciones políticas y culturales. Esta
variedad, por supuesto, disminuye en la medida en que una comunidad permite a
la industria crecer a costa de la producción autónoma. El razonamiento
solo no puede ofrecer la medida para fijar el nivel de eficacia postindustrial
y madurez tecnológica que se ajuste a una sociedad concreta.
Únicamente puede indicar, en término dimensional, el radio dentro
del cual deben ajustarse estas características tecnológicas.
Solamente un proceso político, dentro de una comunidad histórica,
puede decidir cuándo dejan de valer la pena la programación, la
distorsión del espacio, la escasez del tiempo y la desigualdad. El
razonamiento puede identificar la velocidad como un factor
crítico en el transporte pero no puede fijar límites
políticos factibles.
Las velocidades tope en el
transporte de personas se hacen operantes sólo si reflejan con claridad
el interés propio de una comunidad política. La expresión
común de este interés no es posible en una sociedad en la que una
clase monopoliza no sólo los transportes, sino también las
comunicaciones, la medicina, la educación y el armamento. No tiene
importancia que este poder lo ejerzan los propietarios legales o los gerentes
atrincherados en la industria o si ésta es legalmente propiedad de los
trabajadores. Este poder debe ser incautado y sometido al sano juicio del
hombre común. Su reconquista comienza al reconocer que el conocimiento
experto ciega a los burócratas reservados frente a la forma evidente de
disolver la crisis de la energía, así como los cegó para
reconocer la solución evidente para resolver la guerra en Vietnam.
De donde nos encontramos
ahora parten dos caminos hacia la madurez tecnológica. Uno es el camino
de la liberación de la abundancia, el otro el de la liberación de
la dependencia. Ambos tienen el mismo destino: la restrucuración del
espacio que ofrece a cada persona la experiencia, constantemente renovada, el
saber de que el centro del mundo es donde él vive.
Los hombres que tienen los
pies en la tierra, que dominan su morada, que ejercen su poder innato de
moverse, saben dónde está el centro de la Tierra. Saben vivir en
una vecindad, conocer a sus vecinos, detenerse a hablar con el hombre que encuentran
en la esquina, pasear y sentarse en un banco de la acera.
El
tráfico de la abundancia atropella y zarandea a los ricos. La liberación
de esta abundancia empieza con el dominio sobre la aceleración
destructora del tiempo ajeno. Los veloces son empujados de un lado a otro, son
lanzados de una vía rápida a otra y sólo tropiezan con
otros usuarios propulsados hacia rumbos diferentes. Ven las caras
anónimas de los demás en el cruce de dos circuitos. Es
éste un mundo de órbitas sin centro.
La soledad de la abundancia
se quebrantará cuando los usuarios rompan la servidumbre al transporte
supereficiente. La liberación de la abundancia se hará cuando
rompan los circuitos veloces extendiendo el territorio, ahora rodeado por
éstos, tomando de nuevo posesión de la tierra con sus pies.
La
liberación de la dependencia
comienza al otro extremo. Rompe con la opresión de la población y
del valle, deja detrás el tedio de los horizontes estrechos y sofocantes
y el agobio de un mundo encerrado en sí. Expander la vida más
allá del radio de la tradición, sin inseminarla por los vientos
de la aceleración, es una meta que cualquier país pobre
podría alcanzar en pocos años. Sin embargo, es una meta que
podrán alcanzar sólo aquellos que rechazan la oferta del
desarrollo de un monopolio industrial, sobre la producción hecha en
nombre de una ideología de consumo indefinido de energía.
Lo que ahora amenaza tanto
a los países ricos como a los países pobres es precisamente lo
contrario. Más que los jeques árabes y más que las compañias
petroleras internacionales la crisis energética recientemente
“descubierta” aventaja a las clases gobernantes y a sus lacayos profesionales.
En lugar de identificar el mínimo de carburante necesario para la mayor
movilidad personal, ellos tratan de obligarnos a consumir el máximo de
medios de transporte que se puede hacer funcionar con el carburante disponible.
Los ingenieros de tráfico imponen límites de 80 km/h en la ruta,
porque a tal velocidad la eficiencia de los motores es máxima, y
límites de 40 en los puntos congestionados, porque así el
número máximo de vehículos cabe en cada kilómetro
de asfalto. Aumentan los reglamentos y los horarios, las renotaciones y los
privilegios para doctores, policías y potentados. El límite
tecnocrático en favor del transporte está así en
oposición diametral al límite político que se
debería escoger en protección del tránsito humano.
Así, empero, también se hace más evidente la contradicción
entre la racionalización del transporte veloz y la calidad de la
circulación. Más duros, vejantes y evidentes se hacen los
sacrificios impuestos a la mayoría por los veladores del modo de
producción industrial, más probable se hace la emergencia de una
conciencia mayoritaria en favor de la limitación de toda
circulación a una velocidad del orden de 25 km/h, lo que para la gran
mayoría implicaría más equidad, libertad y acceso mutuo.
La protección de la
movilidad personal autónoma y sin clases contra el monopolio radical de
la industria es posible únicamente donde la gente se empeñe en un
proceso político, basado en la protección del tráfico
óptimo. Esta protección, a su vez, exige reconocer aquellos
quanta de energía que la sociedad industrial ha desatendido y sobre los
cuales basa su propio desarrollo. El consumo estricto de estos quanta puede
conducir a quienes lo respeten a una era postindustrial tecnológicamente
madura.
La
liberación que para los países pobres será barata,
costará mucho a los ricos, y éstos no pagarán el precio
sino hasta que la aceleración de su sistema de transporte triture el
tráfico hasta paralizarlo. Un análisis concreto del
tráfico traiciona la verdad subyacente en la crisis de la
energía: el impacto sobre el ambiente social de quanta de
energía industrialmente empaquetado es degradante, agotador y esclavizante.
Estos efectos se hacen sentir aún antes que la amenaza de la
contaminación del ambiente físico y de la extinción de la
raza humana. El punto crucial en el que estos efectos son reversibles no es,
sin embargo, cuestión de deducción sino de decisión política,
posiblemente sólo donde la voz de la mayoría puede limitar el
poder y la velocidad de sus gobernantes.
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